EL LUTIER

Don Pérez se jubiló. En una época en la que la superstición y la cultura de lata gobernaban los apetitos (la originalidad era un tótem de lujo). Así visto, con materia prima almacenada durante años decidió montar una empresa de artesanía; vendió una gran variedad de instrumentos musicales de viento esmalte pulcramente empastado con plata y mercurio, además de variopintos instrumentos de percusión (colminajas, castañeteas, mueracas, sambipalas, campapiños de oropel…), pero la gran estrella era el dentófono, un instrumento articulado por edad de dentición: láminas pulidas en soporte de madera y percutidas por baquetas de cabeza de «espejo de exploración dental» que hacían las delicias de los compradores. Ya solo el estúpido nombre del taller, «DENTOFONÍA», le granjeó pingües regalías. Ni qué decir tiene que Don Pérez era un emprendedor nato: con el hilo dental rebobinado a lo largo de su carrera, pudo confeccionar algunas piezas exclusivas de cuerda añeja. Por supuesto, debido a la escasez de semejante material, el precio era prohibitivo para un coleccionista vulgar. Sin embargo, a pesar de que Don Pérez se carcajeaba cada día en su sillón de marfil, el viejo ratón echaba de menos sus correrías nocturnas: tenazas en ristre llegaba a incautar un centenar de piezas sin que nadie logrará pescarlo jamás. Ya ven, ni siquiera los roedores están contentos con su suerte.