COSECHA DE AZAFRÁN

Reconozco que no es uno de mis mejores trabajos y que, además, es un experimento atrevido. Tal vez sea la simiente de una novela posible o de una imposible.

Mientras vivió Verifáfulas en Blogspot me sorprendió muchas veces la discrepancia entre mi autocrítica y la valoración de mis lectores. Cánones aparte, cada cual sentimos y respiramos de forma única mas, en ocasiones, nuestras mentes entran en una sincronía maravillosa, casi mágica. Espero que, al menos, este «medio» que hoy pongo a prueba sirva a un fin positivo.




«Anormales son los seres que tienen un poco menos de porvenir que los normales».

«Monsier Tester», de Paul Valéry


Prólogo

Sacar los pies del tiesto es una necesidad nata, pero reconozco que esta vez he ido unos pasos más allá y los he metido de lleno en un pantanal. El objeto de mi osadía: recordar que el cumplimiento de la Carta de los Derechos Humanos sigue siendo una utopía para más de la mitad de la población mundial.


PRIMERA PARTE


La leyenda

Se hacía llamar Mauy.

El otoño ya era presente, esta vez a tiempo para desflorar los campos purpúreos con la presta delicadeza del amante que rinde homenaje a la virtud de su amada.

El despuntar de un día nublado señaló el momento. La tierra había hecho su labor y ahora era tiempo de cosechar. Los recolectores se colocaron en posición inspirando el dulce aroma de las cestas de palma y los campos anegados de flores. También Mauy, con su ropaje de foránea que no dejaba al descubierto ni un centímetro de su piel y una tela de desvaído índigo que constreñía la espesura de una cabellera entretejida de hebras de plata y caoba líquidas. Sus manos, perladas de callosidades, ponían en evidencia a quienes jamás entendieron la tierra como el hogar que a todo ser cobija. El misterio arropaba a aquella mujer atemporal, sin voz y gesto insondable que exhalaba un envés de ocre sabiduría. No era amada ni temida entre nuestro rebaño, tan solo estaba allí, brindándonos ese gesto tan suyo de inclinar la cabeza a la escucha y esa melodía muda interpretada con dedos danzarines cuando paseaba por los campos asilvestrados.

En las naves aledañas a las plantaciones bullía el nerviosismo a la espera de la llegada de aquellas preciosas flores que serían mondadas de inmediato. Cada movimiento, repetido una y mil veces a lo largo de las generaciones, seguía sujeto a un principio de certidumbre inventado, mas nunca aleatorio, pues el valor del oro rojo debía permanecer sin mácula.

Una fría tarde, mientras caducaban las hojas de los árboles, desapareció la hija del Picú. La cosecha debía continuar su curso o el pueblo entero se arruinaría y nuestras vidas hibernarían junto a hogares de ceniza, por eso, el consistorio decidió reclutar a una cuadrilla para buscar a la criatura; los voluntarios estaban dispuestos a perder sus jornales…, nobleza obliga en estos pagos. Mauy se unió a la búsqueda para sorpresa de todos y tras largas jornadas de batidas, el ocaso del tercer día rompió con la alegría del tesoro bienhallado: de un pozo ya perdido en la memoria de la guerra el llanto inconsolable de la pequeña manaba entre hipitos que reverberaban en sus profundidades. Fue Mauy quien presta se deslizó por esa angosta verticalidad; nadie más habría podido intentarlo sin riesgo de provocar una trágica sepultura. Esa noche celebramos el rescate de Carmencita y el éxito de la cosecha de azafrán, sin embargo, aquella muda heroína, la que obró el milagro ese equinoccio voló sin dejar atrás más que algunos de sus cabellos enhebrados en un retal índigo. Todo el mundo trató de dar con su paradero, pero ella se había desvanecido bajo el mismo manto de misterio con el que apareció en nuestras vidas. Cada año los más ancianos declaman la gesta de la Cosecha de azafrán, y con cada nueva floración, la leyenda no solo pervive, sino que también crece bajo el sol de nuestra tierra manchega.


SEGUNDA PARTE 


Una montaña. Un runar


«Nadie me conoce porque nadie me ve. A nadie le importo porque nadie sabe de mí. Nadie me importa porque yacen todos bajo los escombros de mi corazón, y velé mis ojos para nunca mirar atrás. Perdido el hogar, perdida la familia, perdidas las raíces, renuncié voluntariamente a mi nombre porque sin nombre no existes para la vileza ni para la necedad, mas de todo lo perdido, lo único que añoro es mi lengua madre, aquella que dio entidad a mi ser más allá del mundo tangible. Hoy recojo flores purpúreas que serán pronto desmembradas. Mañana volveré al camino con el alma sobre la piel para espantar a los vivos y confundir a los muertos…

El ayer lo custodia con inexorable crueldad el Tiempo para que no haya redención posible, para doblegarnos, para arrojarme al pozo del hikikomori*».


Hogar


«¿Dónde está mi hogar? Al recordar no encuentro más que piedras amontonadas sobre vigas ennegrecidas y una sombra tan piadosa como impertérrita: la soledad, de brazos largos y rostro sereno, me ase con fuerza para no caer en ese espacio exterior en el que solo sé girar y girar en un bucle infinito, pues ella es mi única red sous la corde raide*.

*bajo la cuerda floja.


Nací con un corazón de cien años y la mente de quien no encaja ni encajará jamás en este puzzle, sencillamente porque alguien quiso reírse a mi costa y me soltó sin compasión en el interior de un rompecabezas tan retorcido que, ni con toda la voluntad de que soy capaz, logro amoldarme a sus contornos. En este juego solo gana quien consigue modelar su propia materia para encajar en las siluetas del ostracismo: a diario me cruzo con decenas de personas y siento en la estela que bulle a su paso la felicidad, el miedo, la ira, la vergüenza, el duelo, la confusión, la bajeza y me pregunto qué maldición es esta la que nos impulsa a seguir respirando, porque hay más pena que alegría, más maldad que nobleza, más debilidad que fortaleza mental y, sin embargo, nuestras razas siguen reproduciéndose bajo el mandato de unos protocolos arbitrados por unos pocos y aceptados por la mayoría, porque de la estela que acompaña a estos últimos emana un tufo de pereza, de abulia, de indolencia y cobardía. En lo que a mí respecta, soy una nota disonante que trata de ir en consonancia con esta pieza sin partitura que es la vida, una nota que de lustro en década se topa con otra disonancia que, sin proponérselo, templa su voz, voz que siempre acaba por enmudecer porque el arpegio disonante ya va ligado a una bella melodía…, y no está bien interrumpir lo que el arte ha unido».


Nunca sin tu voz

«Dimensiones. Si no me hallas en el ahora, entrelaza mis dedos en los tuyos y espera pacientemente a que vuelva. Es fácil partir, no lo es tanto volver; el común de los mortales no es capaz de comprender las múltiples dimensiones que conforman la esfera de un mundo que para ellos queda limitado por la imagen, el hedonismo, la vacuidad. Tú, querido, puedes obrar el prodigio: derrama tu inconfundible voz en mi oído y verás que pronto sentirás mi palma contra tu palma.

¿Se puede añorar lo que nunca se ha vivido? Sí».


Familia

«A ti no te engaño. Tus ojos dorados traspasan mi mirada histriónica y te ríes de mi patética actuación. Tú sabes que no me gustan los mandatos, que os prefiero libres, que os amo tal y como sois, que me prefiero acompañada de vuestra nobleza animal antes que de un amor servil. Shiva, Gorki, Tayson, Osi, Venus, Hibou… da igual el nombre que os demos: sabéis quienes sois, sabéis quién soy, sin trampa ni cartón».


TERCERA PARTE


El hallazgo

 

En el brocal de El pozo de la Carmencita, encajado en un hueco triangular de rocas caliza se encontró un manuscrito encuadernado en lona de algodón, firmemente atado con el mismo bramante que cosía unas hojas toscas, sin duda artesanales:


…«Siendo niña me asombraba el miedo que los adultos sentían por la muerte cuando lo verdaderamente aterrador era el mundo exterior; la juventud me desveló que el horror no moraba en el amor no correspondido: desesperanza del corazón, sino en la egolatría machista que infecta a hombres y mujeres por igual; llegada la madurez descubrí la enfermedad: la ajena, que trae consigo la propia. Ya solo anhelo montar sobre el corcel de la piadosa muerte, alejarme de esta vida que, como decían nuestros antepasados, no es otra cosa que un paño de lágrimas. Después de tantos duelos ya solo paso de puntillas por la ira, recojo las lágrimas en un pote y me instalo en la aceptación. La pérdida es intrínseca a la vida y no hay voluntad que la soslaye ni pacto que salve al doliente, por eso, pronto seré un campo de azafrán que mece, y canta, y gesta la siguiente floración bajo el manto de una luna de miel secreta.


En un lugar inolvidable…, invierno de…»


JUICIO DE HECHOS


Nació y creció una nueva generación de manchegas y manchegos cuando se encontró el cuerpo semienterrado en el fondo de un barranco, a pocos kilómetros de los campos de azafrán, junto a ella había un hato similar al que cargaban los ejércitos en la guerra, era el mismo que se describía en la leyenda de la Cosecha de azafrán, único equipaje de la heroína. Las autoridades determinaron que su muerte se debió a un disparo en la cabeza con una bala del calibre 7,65 mm. Los restos preservados por una orografía de difícil acceso unido a las características del terreno ayudaron al equipo forense a identificar el cadáver. Por el ángulo de entrada la víctima se encontraba de rodillas. No presentaba signos de lucha.


El Reloj de Agujas Invertidas


Su nombre, el que constaba en el registro bautismal era María Úrsula Del Campo y Pradera, sin embargo, en el registro del ayuntamiento se añadía un tercer nombre de pila, Sirena. Tenía cuarenta años cuando la ejecutaron, llevaba años caminando con el hato a cuestas. Hollar sus pasos a partir de su veinte cumpleaños supondría un problema para la policía: si desde su nacimiento, la derrota de su vida había sido trazada por una familia inflexible, en el momento en que huyó, María Úrsula Sirena Del Campo y Pradera tomó una deriva al margen de la burocracia y de cualquier autoridad. La familia puso todos los impedimentos posibles para saber el motivo de la desaparición, los escasos vecinos vivos que no sufrían demencia senil, en cambio, no tuvieron el menor pudor en airear lo sucedido. Pudor…


Úrsula había sido casada a la fuerza con un hombre treinta años mayor que ella, se rumoreaba que la novia de blanco virginal ocultaba bajo el velo los moratones de su rebeldía. Los agentes que investigaban el caso descubrieron que la joven había acudido sola a un hospital lejos de la comarca, el informe dejaba claro el motivo: un aborto provocado por una lesión en el útero que la dejó también estéril. El informe forense era un compendio de sentencias acompañadas de tres pares de láminas impresas en papel vegetal. Los dibujos de un cuerpo humano femenino de frente y de espaldas señalizaban tan solo la punta del iceberg: las cicatrices de las mordeduras se indicaban con triángulos negros en senos, pubis y nalgas; los cortes estaban marcados en rojo con bolígrafo o rotulador, dependiendo de su profundidad; las quemaduras, en la tercera lámina, eran asteriscos de anaranjado fluorescente. Superpuestos los tres pares de láminas sobre el panel de luz, daba la impresión de estar frente al lienzo pintado por un dionisio ebrio de alcohol, locura y teatro gore. El hospital dio parte a las autoridades, pero el marido era un hombre con un poder tan excepcional que la denuncia no llegó ni a redactarse. Esto sucedió cumplido el tercer mes de casada.


La galerada


El calvario comenzó en la luna de miel, sobre un tálamo ornado de embriagadores pétalos de jazmín y seda importada allende los mares, a la pequeña Sirena le cortaron las aletas. Todos sabían de los reniegos y súplicas que traspasaban cada noche de cada día los muros de la mansión, hasta que una noche llegó el silencio, la fierecilla había sido domada, ya no gritaba cuando la violaba, ni cuando le hundía los dientes en la turgencia de su juventud, ni cuando le cortaba la carne con una cuchilla de afeitar para saborear su sangre ni cuando marcaba su cuerpo con la incandescencia circular de su cigarro puro antes de abandonar satisfecho, o aburrido, a su muñeca entre los trapos del lecho conyugal. La sirena perdió la voz, dejó de resistirse y sometió su cuerpo ya inerte a los juegos sádicos, impíos, que le vomitaba aquella bestia que la había desposado. Llegado el mes de marzo, el prohombre marcó la noche de luna llena para ofrecer un festín al estilo de los antiguos griegos: túnicas de lino para sus invitados e invitadas, sensuales ambrosías y caldos añejos. Las pesquisas llevaron al equipo de investigación de la policía Nacional hasta un hombre ya adulto que en los ochenta no era más que un crío, también sus cuatro compañeros de trabajo eran menores de entre catorce y diecisiete años traídos de quién sabe qué aldeas. No fue fácil convencerlo para que diera su testimonio, hoy era un reputado profesor universitario. Cuando le garantizamos la confidencialidad, esto fue lo que desveló a las autoridades: «Un hombre habló con mi padre para ofrecerme un trabajo como criado, el estipendio ascendía a una cantidad más que generosa para un solo día de trabajo. A la semana siguiente, un furgón vino a por mí; nada más subir me ordenaron desnudarme y atar a mi cintura un cordón encarnado que debía sujetar una tela de satén que apenas cubría mi sexo. Antes de arrancar me encapucharon la cabeza con uno de los sacos que había en el suelo. El viaje, bajo la oscuridad de la arpillera, parecía no tener fin. Detuvieron el furgón en cinco ocasiones, la última, en un solitario palacete en parte derruido. Pasamos todo el día preparando las viandas, decoramos con flores y hojas de parra cada rincón del enorme salón sin bóveda, dispusimos alrededor de toda la estancia pebeteros con una mezcla de aceites de los que solo pude identificar el aroma del jazmín y la canela, finalmente colocamos divanes para los invitados; al acabar nos recordaron que el dinero aceptado por nuestras familias nos imponía lealtad y sumisión ante el señor y sus invitados, además nos conminaron, como parte del pacto, a guardar silencio acerca de lo que allí iba a suceder. Ninguno de los cinco imaginó lo que aquella noche aciaga nos deparaba, tal era nuestra inocencia. El ágape comenzó en cuanto el cielo quedó tachonado de estrellas. Me encargaron avivar las ascuas del pebetero central y verter un frasco de aceite que no supe identificar, pronto, nuestras mentes quedaron presas de una embriaguez irresistible. Tras regar los más caros manjares con toda la bodega del palacete, nos encargaron rodear aquel pebetero con alfombras mullidas y grandes cojines de terciopelo de un intenso rojo oscuro, para entonces los rayos de la luna penetraban a través del espacio vacío del techo hasta derramarse en un punto exacto. El señor llevó hasta ese lugar a la señora con la delicadeza de quien porta un pececillo entre las manos y, ante una veintena de personas, entre invitados y criados, coronó a su esposa Emperatriz de las Bacantes rasgando su túnica de níveo organdí, y así, semidesnuda y con la expresión de un cadáver, la ofrendó con una gran carcajada a todos sus dionisios y bacantes, así como... (En este punto el testigo se hundió y no fue capaz de continuar). A la mañana siguiente, vi a la señora caminar por un estrecho sendero: vestida de negro, con su larga melena caoba recogida y cubierta con una breve mantilla de encaje, aferraba contra su pecho algo que no supe distinguir».


Lo que siguió a la salvaje afrenta se puede leer en el manuscrito encontrado en El pozo de la Carmencita, en esta parte se detalla de forma pormenorizada todo lo sucedido esa noche, sin embargo, ninguno de esos detalles sirve para la investigación, pues todos los presentes portaban antifaz para guardar la cobardía de sus identidades: 


…«llevaba el pecado de todos aquellos diablos impíos marcado a fuego en mi piel. En vano me había despellejado la piel con estropajo y arena. Entré en la iglesia a tiempo para la misa votiva. Desposeída de toda honra y sintiéndome tan pecadora como aquellas mujeres y hombres malnacidos, me arrodillé junto a la puerta y abrí el cuento de Hans Christian Andersen que mi abuelo Gabriel me regaló el día de mi undécimo cumpleaños, entre sus páginas ilustradas desplegué el viejo pliego de papel que escondía su regalo, allí figuraban los nombres de mis padres y todo aquello que acompaña a una partida de nacimiento, salvo por un detalle, mi nombre completo: María Úrsula Sirena Del Campo y Pradera. En la primera página, la dedicatoria del abuelo me susurraba que la vida es un don único e insistía en que ningún sacrificio ha aplacado jamás la ignorancia ni los instintos básicos del hombre. Allí, frente a la imagen de la Virgen María incliné avergonzada la cabeza e invoqué a la Bruja del Mar: Mi voz por unas alas con las que volar lejos del infierno al que he sido arrojada solo por reclamar el derecho que Dios me otorgó al libre albedrío».


Ya no se la volvió a ver jamás.


La agente Valiente, del equipo de la policía Nacional asignado al caso, escribió lo siguiente en su cuaderno de campo: «...Un feminicidio en vida que acabó en una ejecución, la de la señora Mª Úrsula, único nombre reconocido por los Del Campo y Pradera. Es más que probable que Mauy intuyera su fin y por eso escondió el manuscrito, una mezcla extraña de sueños y vivencias, un ancla catártica para quien fue rota como un oso de feria, pero que jamás perdió ni la esperanza ni su humanidad. El crimen ha prescrito y el caso se cierra por falta de testigos, de pruebas y por el fallecimiento del principal sospechoso, el marido, Don...». 

En un pósit la agente añadió: «Tal vez nuestra Sirena no halló el verdadero amor: el amor propio, condición indispensable para que la Bruja del Mar la mantuviese lejos del abismo... A veces los cuentos son crueles recordatorios de que la mente es un ente que escapa a nuestro control». 



 Reflexión. Refracción 

Hay quien dice que es más fácil eviscerarse con una pluma que atravesar espejos. Discrepo, cómo no. Mas, ¿qué puede saber un arce sin raíces de volar hojas al viento?


EPA